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domingo, 16 de febrero de 2014

HISTORIA: PERUANOS - CHILENOS

Desde el siglo XIXm la conducat de los chilenos con el Perú estuvo presidida por la idea del despojo territorial. En 1965, Augusto Pinochet Ugarte, siendo coronel del ejército chileno, la graficó y justificó con su libro Geopolítica, convertido en texto de estudio obligatorio en los centros de formación militar chilenos, desde su golpe de Estado de setiembre de 1973.

Este libro no aporta conceptos originales. Es nada más que un amasijo de las ideas de Ratzel, Kjellen, Haushofer y Hitler sobre el pretendido espacio vital de los Estados y su crecimiento a expensas de otros, presuntuosamente elevadas al rango de “principios o leyes”.
Entre otras, destaca la “ley del menor esfuerzo” por la cual “la expansión de los Estados se materializa en dirección hacia las líneas de menor resistencia, tanto física como demográfica, que presentan los Estados vecinos”; la “ley de la oportunidad” o de aprovechamiento de “los momentos políticamente favorables, como sucede cuando el Estado vecino o el por agredir se encuentra débil (internamente débil)”; la “quinta ley” que indica que “En su crecimiento y expansión, el Estado tiende a incluir secciones políticamente valiosas: líneas de costas, cuencas de ríos, llanuras y regiones ricas en recursos … desde dos puntos de vista: estratégico y económico”.
En otros términos, para la oligarquía y el militarismo chilenos, las fronteras no son fijas; pueden expandirse a expensas de los países limítrofes, por la guerra, la diplomacia, el arbitraje, la economía o lo que sea.
La pretensión del gobierno chileno de anexarse el diminuto triángulo peruano situado entre el hito nº 1 y el mar, con una antojadiza lectura de la reciente sentencia de La Haya, entra en esta línea de acción.
Y todos en Chile reproducen, como un sombrío y disciplinado coro, esta manera de ser, desde los gobernantes hasta los más sencillos habitantes, y desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda. El territorio conquistado y el que les faltaría conquistar es chileno, y en eso todos ellos están unidos. Las clases trabajadoras chilenas parecen haber olvidado ya que cuando Pinochet y el ejército se encaramaron en el gobierno, mandados por su oligarquía y manipulados por la CIA, con el beneplácito de la mayor parte de la clase media, aplicaban una recomendación de Geopolítica, aunque para agredir, en ese caso, a las clases trabajadoras chilenas, matándoles unos diez mil militantes sindicales y políticos y despojándolas de una parte de sus derechos sociales.
Esa actitud expansionista ha sido maquillada para imprimir en el rostro del chileno una expresión de cordialidad frente a los peruanos.
Impuesto su tratado de límites al Perú, la oligarquía chilena encargó a sus expertos en relaciones humanas la elaboración de un modelo de comportamiento con los peruanos, con características distintas según las clases sociales y la formación cultural de éstos. A los personas de cierto nivel en la escala económica, profesional o intelectual debían mostrarles una imagen de los chilenos amable, solícita y gentil, tendida como el puente hacia una fácil amistad, y eludiendo en la conversación el urticante tema de la Guerra de 1879 o de soslayarlo como un acontecimiento remoto y ya olvidado, si a pesar de sus esfuerzos emergía. Los peruanos de esta categoría que vivieron en Chile o lo visitaron, incluso como exiliados políticos, fueron envueltos en esta aromática atmósfera y no es aventurado decir que a algunos esas relaciones pudieron haberlos ablandando.
Un amigo peruano, a quien su empresa comisionó para establecer las bases de una adquisición con una compañía chilena, me contó que cuando estuvo en Santiago fue agasajado por sus colegas chilenos. Luego de un par de horas de una cordialidad lubricada por los tragos que iban y venían, se dirigió al baño, atravesando una salita con estantes y libros. Al salir le llamó la atención un librito mal colocado. Lo tomó y abrió. Era un manual para el tratamiento a los ejecutivos peruanos. El agasajo que le hacían estaba recomendado en una de sus páginas.
No hay, sin embargo, manuales de conducta con los peruanos para todos los estratos de la sociedad chilena, ni los que existen impiden ciertos arranques de prepotencia.
Por ejemplo, el proceder de los carabineros, o policías, con los peruanos de rasgos faciales indios, por lo general pequeños comerciantes y pescadores artesanales, suele ser muy rudo y con frecuencia racista.
Tuve la oportunidad de constatar el comportamiento de un grupo de chilenos que posiblemente desconocían la existencia de esos manuales, en mayo de 1963, cuando viajaba en el Ferrocarril San Martín de Buenos Aires a Santiago, en tránsito a Lima. En Mendoza, subieron al vagón de segunda, en el que me hallaba, numerosos braceros chilenos que retornaban a su país luego de trabajar en los viñedos. Había un buen número de argentinos y sólo yo era peruano. Un momento después, la mayor parte de chilenos comenzó a embriagarse con vino, y el clamor en alza de sus voces saturó el vagón. De pronto, el chileno que estaba frente a mí, un hombre de unos cuarenta años de apariencia rústica, descubriendo que yo era peruano, me convirtió en receptor de una letanía patriótica que le habían enseñado tal vez desde niño y posiblemente también en la escuela. “Nosotros les pegamos a ustedes en la Guerra del 79” —gritó—; “nosotros los hicimos correr”; “nosotros ocupamos el Perú y les quitamos una parte de su territorio”. La máxima in vino veritas cruzó mi mente y opté por guardar silencio, lo que no le gustó a mi interpelante, quien volvió al ataque, elevando la voz y añadiendo a sus invectivas algunas palabras soeces, mientras varios de sus connacionales se aproximaban con el semblante nada amistoso. Felizmente, a mi lado viajaba un argentino, y con él entablé conversación. Era un hombre algo mayor que yo de trato afable y educado, y advirtió mi difícil situación. Me di cuenta de que si replicaba o me obstinaba en ignorar a ese chileno el resultado sería el mismo, y peor aún si cometía el error de ponerlo en su sitio. Era evidente que todos esos hombres me veían ya como su presa para un linchamiento. Y, entonces, se me ocurrió una idea salvadora, recordando que el tren pasaría frente al Aconcagua, la montaña más alta de América.

—Dígame —le dije al chileno—. ¿El Aconcagua es de Chile o de Argentina?
—¡De Chile! —vociferó sin pensarlo.
—¡No diga estupideces! —intervino mi vecino argentino, percibiendo la razón de mi pregunta—. ¡El Aconcagua es argentino! —y dirigiéndose a sus connacionales, añadió— ¿Lo han escuchado ustedes?

Varios argentinos apoyaron a mi vecino, algunos levantándose de sus asientos. Estábamos aún en suelo argentino.
Los chilenos que me rodeaban se retiraron sin decir una palabra, y mi atacante prefirió entregarse al sueño del vino.
En la Guerra de 1879, Chile, conducido por su oligarquía, se comportó con el Perú como un chico grandote del barrio que les pega a los chicos chicos. El capitalismo inglés requería el salitre de Antofagasta y Tarapacá como fertilizante y como ingrediente de la pólvora. Armó al ejército chileno, lo avitualló y preparó, y lo lanzó a esa guerra de conquista. El Perú de entonces era un país atrasado, gobernado por una oligarquía en gran parte indiferente a la noción de patria y con poblaciones indias y mestizas sojuzgadas, mantenidas en la ignorancia y apartadas de la ciudadanía. La oligarquía chilena había estudiado bien a su congénere peruana, y a nuestra población y, cuando comenzó su ataque, sabía cual habría de ser el resultado. El boom del salitre les duró hasta que Alfred Nobel inventó la dinamita a fines del siglo XIX. Tuvieron suerte, sin embargo. En los departamentos usurpados encontraron cobre, sin el cual Chile hubiera sido un país empobrecido.
Desde aquellos años, el chico chico ha crecido y seguirá creciendo, con mayor conciencia de la furia impotente que lo embargaba cuando lo vapuleaban, y el chico grande ya no crece tanto, y apela a las sonrisas para congraciarse con su antigua víctima.
El Derecho Internacional Público enseña que los tratados son rebus sic stantibus, es decir que duran mientras las condiciones que los hicieron posible subsisten, y que las fronteras no son, por lo tanto, fijas. Pueden avanzar a favor del país agresor, como preceptúa el breviario de Pinochet, pero pueden también retroceder en su contra, lo que ese mamotreto ya no dice.
En Europa lo saben bien y, por eso, el triunfalismo territorial ha dejado de germinar allí luego de la Segunda Guerra Mundial.
La mansedumbre de la oligarquía y de ciertos políticos de nuestro país con el capitalismo chileno y sus inversiones en el Perú, que nos invaden económicamente, es el correlato de la máscara beatífica de Chile y de la leyenda, difundida por la corrupción, de la necesidad de esos capitales. Si los empresarios peruanos no puede cubrir ese frente, el Estado debería hacerlo acudiendo a otras fuentes de capital, algo nada difícil.

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