Desde el siglo XIXm la conducat de los chilenos con el Perú estuvo presidida por la idea del despojo territorial. En 1965, Augusto
Pinochet Ugarte, siendo coronel del ejército chileno, la graficó y justificó
con su libro Geopolítica, convertido en texto de estudio obligatorio en los
centros de formación militar chilenos, desde su golpe de Estado de setiembre de
1973.
Este libro no aporta conceptos originales. Es nada más que un amasijo de las
ideas de Ratzel, Kjellen, Haushofer y Hitler sobre el pretendido espacio vital
de los Estados y su crecimiento a expensas de otros, presuntuosamente elevadas
al rango de “principios o leyes”.
Entre otras, destaca la “ley del menor esfuerzo” por la cual “la expansión
de los Estados se materializa en dirección hacia las líneas de menor
resistencia, tanto física como demográfica, que presentan los Estados vecinos”;
la “ley de la oportunidad” o de aprovechamiento de “los momentos políticamente
favorables, como sucede cuando el Estado vecino o el por agredir se encuentra
débil (internamente débil)”; la “quinta ley” que indica que “En su crecimiento
y expansión, el Estado tiende a incluir secciones políticamente valiosas:
líneas de costas, cuencas de ríos, llanuras y regiones ricas en recursos …
desde dos puntos de vista: estratégico y económico”.
En otros términos, para la oligarquía y el militarismo chilenos, las
fronteras no son fijas; pueden expandirse a expensas de los países limítrofes,
por la guerra, la diplomacia, el arbitraje, la economía o lo que sea.
La pretensión del gobierno chileno de anexarse el diminuto triángulo peruano
situado entre el hito nº 1 y el mar, con una antojadiza lectura de la reciente
sentencia de La Haya, entra en esta línea de acción.
Y todos en Chile reproducen, como un sombrío y disciplinado coro, esta
manera de ser, desde los gobernantes hasta los más sencillos habitantes, y
desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda. El territorio conquistado
y el que les faltaría conquistar es chileno, y en eso todos ellos están unidos.
Las clases trabajadoras chilenas parecen haber olvidado ya que cuando Pinochet
y el ejército se encaramaron en el gobierno, mandados por su oligarquía y
manipulados por la CIA, con el beneplácito de la mayor parte de la clase media,
aplicaban una recomendación de Geopolítica, aunque para agredir, en ese caso, a
las clases trabajadoras chilenas, matándoles unos diez mil militantes
sindicales y políticos y despojándolas de una parte de sus derechos sociales.
Esa actitud expansionista ha sido maquillada para imprimir en el rostro del
chileno una expresión de cordialidad frente a los peruanos.
Impuesto su tratado de límites al Perú, la oligarquía chilena encargó a sus
expertos en relaciones humanas la elaboración de un modelo de comportamiento
con los peruanos, con características distintas según las clases sociales y la
formación cultural de éstos. A los personas de cierto nivel en la escala
económica, profesional o intelectual debían mostrarles una imagen de los
chilenos amable, solícita y gentil, tendida como el puente hacia una fácil
amistad, y eludiendo en la conversación el urticante tema de la Guerra de 1879
o de soslayarlo como un acontecimiento remoto y ya olvidado, si a pesar de sus
esfuerzos emergía. Los peruanos de esta categoría que vivieron en Chile o lo
visitaron, incluso como exiliados políticos, fueron envueltos en esta aromática
atmósfera y no es aventurado decir que a algunos esas relaciones pudieron
haberlos ablandando.
Un amigo peruano, a quien su empresa comisionó para establecer las bases de
una adquisición con una compañía chilena, me contó que cuando estuvo en
Santiago fue agasajado por sus colegas chilenos. Luego de un par de horas de
una cordialidad lubricada por los tragos que iban y venían, se dirigió al baño,
atravesando una salita con estantes y libros. Al salir le llamó la atención un
librito mal colocado. Lo tomó y abrió. Era un manual para el tratamiento a los
ejecutivos peruanos. El agasajo que le hacían estaba recomendado en una de sus
páginas.
No hay, sin embargo, manuales de conducta con los peruanos para todos los
estratos de la sociedad chilena, ni los que existen impiden ciertos arranques
de prepotencia.
Por ejemplo, el proceder de los carabineros, o policías, con los peruanos de
rasgos faciales indios, por lo general pequeños comerciantes y pescadores
artesanales, suele ser muy rudo y con frecuencia racista.
Tuve la oportunidad de constatar el comportamiento de un grupo de chilenos
que posiblemente desconocían la existencia de esos manuales, en mayo de 1963,
cuando viajaba en el Ferrocarril San Martín de Buenos Aires a Santiago, en
tránsito a Lima. En Mendoza, subieron al vagón de segunda, en el que me
hallaba, numerosos braceros chilenos que retornaban a su país luego de trabajar
en los viñedos. Había un buen número de argentinos y sólo yo era peruano. Un
momento después, la mayor parte de chilenos comenzó a embriagarse con vino, y
el clamor en alza de sus voces saturó el vagón. De pronto, el chileno que
estaba frente a mí, un hombre de unos cuarenta años de apariencia rústica,
descubriendo que yo era peruano, me convirtió en receptor de una letanía
patriótica que le habían enseñado tal vez desde niño y posiblemente también en
la escuela. “Nosotros les pegamos a ustedes en la Guerra del 79” —gritó—;
“nosotros los hicimos correr”; “nosotros ocupamos el Perú y les quitamos una
parte de su territorio”. La máxima in vino veritas cruzó mi mente y opté por
guardar silencio, lo que no le gustó a mi interpelante, quien volvió al ataque,
elevando la voz y añadiendo a sus invectivas algunas palabras soeces, mientras
varios de sus connacionales se aproximaban con el semblante nada amistoso.
Felizmente, a mi lado viajaba un argentino, y con él entablé conversación. Era
un hombre algo mayor que yo de trato afable y educado, y advirtió mi difícil
situación. Me di cuenta de que si replicaba o me obstinaba en ignorar a ese
chileno el resultado sería el mismo, y peor aún si cometía el error de ponerlo
en su sitio. Era evidente que todos esos hombres me veían ya como su presa para
un linchamiento. Y, entonces, se me ocurrió una idea salvadora, recordando que
el tren pasaría frente al Aconcagua, la montaña más alta de América.
—Dígame —le dije al chileno—. ¿El Aconcagua es de Chile o de Argentina?
—¡De Chile! —vociferó sin pensarlo.
—¡No diga estupideces! —intervino mi vecino argentino, percibiendo la razón de
mi pregunta—. ¡El Aconcagua es argentino! —y dirigiéndose a sus connacionales,
añadió— ¿Lo han escuchado ustedes?
Varios argentinos apoyaron a mi vecino, algunos levantándose de sus
asientos. Estábamos aún en suelo argentino.
Los chilenos que me rodeaban se retiraron sin decir una palabra, y mi
atacante prefirió entregarse al sueño del vino.
En la Guerra de 1879, Chile, conducido por su oligarquía, se comportó con el
Perú como un chico grandote del barrio que les pega a los chicos chicos. El
capitalismo inglés requería el salitre de Antofagasta y Tarapacá como
fertilizante y como ingrediente de la pólvora. Armó al ejército chileno, lo
avitualló y preparó, y lo lanzó a esa guerra de conquista. El Perú de entonces
era un país atrasado, gobernado por una oligarquía en gran parte indiferente a
la noción de patria y con poblaciones indias y mestizas sojuzgadas, mantenidas
en la ignorancia y apartadas de la ciudadanía. La oligarquía chilena había
estudiado bien a su congénere peruana, y a nuestra población y, cuando comenzó
su ataque, sabía cual habría de ser el resultado. El boom del salitre les duró
hasta que Alfred Nobel inventó la dinamita a fines del siglo XIX. Tuvieron
suerte, sin embargo. En los departamentos usurpados encontraron cobre, sin el
cual Chile hubiera sido un país empobrecido.
Desde aquellos años, el chico chico ha crecido y seguirá creciendo, con
mayor conciencia de la furia impotente que lo embargaba cuando lo vapuleaban, y
el chico grande ya no crece tanto, y apela a las sonrisas para congraciarse con
su antigua víctima.
El Derecho Internacional Público enseña que los tratados son rebus sic
stantibus, es decir que duran mientras las condiciones que los hicieron posible
subsisten, y que las fronteras no son, por lo tanto, fijas. Pueden avanzar a
favor del país agresor, como preceptúa el breviario de Pinochet, pero pueden
también retroceder en su contra, lo que ese mamotreto ya no dice.
En Europa lo saben bien y, por eso, el triunfalismo territorial ha dejado de
germinar allí luego de la Segunda Guerra Mundial.
La mansedumbre de la oligarquía y de ciertos políticos de nuestro país con
el capitalismo chileno y sus inversiones en el Perú, que nos invaden
económicamente, es el correlato de la máscara beatífica de Chile y de la
leyenda, difundida por la corrupción, de la necesidad de esos capitales. Si los
empresarios peruanos no puede cubrir ese frente, el Estado debería hacerlo
acudiendo a otras fuentes de capital, algo nada difícil.
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